CRITICAS A LA REVOLUCION ISLANDESA.

El modelo adoptado por Islandia tras la denominada “revolución silenciosa” es la antítesis de la participación ciudadana: solo el 1% de los islandeses ha hecho a través de internet propuestas para la nueva Constitución “popular”. Hay una tendencia a presentar Islandia como modelo de democracia a tenor de los últimos episodios vividos en esta remota isla nórdica. La denominada “revolución silenciosa” se ha convertido en un símbolo de participación ciudadana y revolución democrática para el movimiento de los indignados en España.

Islandia está de moda ya que se presenta como un modelo revolucionario de referencia porque juzgarán al anterior primer ministro y se ha decidido por referéndum no pagar la deuda del país, pero ¿realmente es un ejemplo a seguir?

Detrás de la situación islandesa hay un país de 320.000 habitantes, algo así como la población de Alicante, Córdoba o Valladolid. Esta población está repartida por diferentes poblaciones, la más grande —con diferencia— es la capital del país Reykiavik, que suma 119.848 habitantes. Entre los habitantes hay alcaldes y regidores de los diferentes consistorios, pero también suma presidentes del Estado, presidentes del Gobierno, diputados, ministros, secretario del Gobierno, etcétera; además, entre la población hay directores de bancos, subdirectores de bancos, jefes de policía, etcétera, todo esto entre los 320.000 islandeses. Una población entre la que el factor de proximidad está muy presente debido al reducido número de habitantes y al aislamiento geográfico. Islandia tampoco es un país que cuente con una riqueza producida notable y sus recursos naturales también son limitados. No hay a penas industria, no cuenta con mano de obra, ni grandes centros de servicios, y como son pocos pueden funcionar con servicios locales y a través de proveedores de servicios tecnológicos, pero no tienen ninguna producción especial, ni ninguna riqueza intrínseca de la zona (no tienen petróleo, ni minerales preciados), y una gran parte de su economía se sostiene por la pesca, lo cual no es un gran argumento en los mercados financieros. Esta isla del Círculo Polar Ártico siempre ha sido un país históricamente pobre. Tan pobre que cuando se quisieron independizar de Dinamarca, los daneses vieron ese hecho con buenos ojos ya que estaban lejos y les suponía una gran inversión económica de manutención.

Sin embargo, posteriormente, en 2006, Islandia se convirtió en la nación más desarrollada del mundo, según el Índice de Desarrollo Humano de la ONU. La nación iba viento en popa, las agencias de ráting alababan la solvencia insular y los organismos internacionales aplaudían el modelo económico islandés. ¿Por qué entonces en 2008 Islandia sufrió la crisis global como pocos países en el mundo? Los calificativos amables y elogiosos se volvieron en advertencias muy serias y negros pronósticos. La razón es que la economía estaba creada por una burbuja financiera de los bancos de ese país construida en los años anteriores. Luego llegó el pinchazo generalizado que obligó y obliga aún a todos los países a ponerse en su lugar real.

No son extraños, pues, los acontecimientos posteriores: quiebra bancaria, caída en picado de la moneda (los islandeses contaban sorprendentemente con moneda propia —la corona— aún representando una economía y un país modestos) y el brusco aumento del desempleo. Todo ello provocó la indignación popular y la presión ciudadana constante contra las instituciones de gobierno. La debacle propició que aparecieran los dos grandes culpables: los bancos y el jefe de Gobierno. La pregunta es, ¿ninguno más de los 320.000 habitantes de este pequeño país se dio cuenta de que aquello era un montaje irreal? Que solamente se dio cuenta de la falsedad de la situación cuando las cosas no iban bien, es complicidad de alguna manera. Por poner un ejemplo más evidente: si unos pocos chinos de una remota provincia no saben que en China hay 60 millones de viviendas vacías y que eso pone al país en un riesgo severo se puede entender, porque se trata de un país que suma la cuarta parte de la población mundial (1.500 millones de personas). Sin embargo, que en una población como la islandesa, que vive físicamente aislada, y donde un alto porcentaje de personas están implicadas en la gestión del país solamente haya un responsable político resulta incongruente.

LA DEUDA DEL PAÍS, IMPAGADA En este contexto crítico, los islandeses decidieron votar por aclamación popular qué harían con la deuda, y por aclamación popular decidieron no pagarla. Esa decisión, que ha sido muy aplaudida por determinados sectores, deja al país en una situación tremendamente complicada e inestable, ¿quién dejará dinero ahora al Estado islandés? Si resulta que Islandia es un estado que acostumbra a decidir por referéndum si se pagan las deudas, no va a constituir un sistema que vaya a generar seguridad entre los inversores extranjeros.

Cabe preguntarse qué sucedería si todos los estados del mundo, cuando tienen deudas difíciles de pagar, decidieran a través de referéndums si hacerlo o no, ¿cuál serían los resultados de esos referéndums? ¿qué decidiría cualquier ciudadano si pudiera decidir él mismo si quiere o no seguir pagando sus deudas?, no hace falta imaginar la respuesta. Tras esta decisión, el pueblo islandés decidió escribir su historia venidera con una nueva constitución.

La idea extendida de que esta nueva Carta Magna se está construyendo a través de un proceso que beneficia la democracia es falsa. Hay que tener en cuenta que el texto está siendo redactado por el denominado Consejo Constitucional de Islandia que se formó el pasado mes de abril por 25 personas. Estas personas fueron escogidas directamente por los ciudadanos. Sin embargo, solamente el 37% de los islandeses (prácticamente uno de cada tres) hicieron efectivo su derecho a voto para elegir este consejo popular que nacía del propio pueblo, una cifra que está muy por debajo de la participación de voto en las elecciones parlamentarias de este alejado país del Océano Atlántico. Este hecho representa la antítesis de la participación ciudadana, sobre todo cuando hablamos de la nueva Carta Magna del país promovida directamente por los propios votantes. Otro elemento que ha sido visto como favorable es que sea “la primera constitución hecha por internet”, ya que los ciudadanos realizan sus aportaciones a través de correos electrónicos, Twitter o Facebook. No obstante, en la práctica esto se traduce en que tan sólo han aportado sus opiniones 2.000 personas. Un desastre de participación y una cifra ridículamente baja. Imaginemos que de los 320.000 islandeses unos 200.000 —tirando al alza— están en disposición de votar, es decir, tienen más de 18 años, esto significaría que tan sólo el 1% de las personas que tienen derecho a voto han aportado sus propuestas por internet.

La realidad es que el sistema que está adoptando Islandia no es ningún ejemplo de sociedad ni de funcionamiento participativos y su modelo es un experimento democrático insuficiente que alimenta un mito que no se corresponde con la realidad.

Juan Francisco Jiménez Jacinto