Venezuela, ¿una revolución pasada de revoluciones? Por Fernando Arancón.
La historia reciente de Venezuela es una amalgama de crisis y procesos políticos, económicos y sociales complejos que se entrelazan entre sí. El chavismo, hoy clave para entender el país, tiene su origen en lo que ocurrió durante las décadas que precedieron la llegada de Hugo Chávez a la presidencia.
Decía Hannah Arendt que el revolucionario más radical se convertirá en un conservador el día después de la revolución. Desde el comienzo de su andadura por la independencia, la Historia de Venezuela es una sucesión de revolucionarios, conservadores, oligarcas, mesías, caudillos, arribistas y personajes de distinta condición siempre dispuestos a agitar el país, todo ello entretejido en una maraña de recursos naturales, religión, colores de piel y violencia. Sus 24 Constituciones en cerca de 200 años de vida dan buena cuenta del tortuoso camino que le ha tocado recorrer.
En muchos aspectos, especialmente durante el siglo XX, la Historia venezolana mantiene abundantes paralelismos con la de sus vecinos sudamericanos: dictaduras militares, gobernantes de piel clara y apellido foráneo y empresas extranjeras que tratan de hacer y deshacer a su antojo. Sin embargo, este factor común latinoamericano, en el que la corrupción y las luchas de poder han sido el pan de cada día, parece haberse relajado con la entrada en el siglo XXI. Excepto en Venezuela.
La irrupción de Hugo Chávez en la década de los noventa del siglo pasado relanzó al país a un proceso político —en el sentido más amplio del término— revolucionario que se propuso revertir buena parte de las dinámicas establecidas en lo político, económico y social. Como suele ser habitual, los cambios bruscos en el juego político que van en contra del statu quo generan una reacción que se ha materializado en diversas ocasiones desde los primeros años de Chávez en el poder. No obstante, el triunfo del chavismo no se puede entender sin el contexto venezolano de las décadas anteriores, como tampoco es posible darle un sentido a la crisis actual que vive el país sin repasar los aciertos y los errores cometidos durante los años de “revolución bolivariana”.
El turnismo que precede a la tormenta
La llegada de la democracia a Venezuela en 1958 no fue un proceso tranquilo y mucho menos pacífico. El afán de los militares por intervenir en la vida del país tuvo su continuidad en aquellos primeros pasos. Sin embargo, la caída de Marcos Pérez Jiménez —precisamente por un golpe castrense— en el mes de enero permitió abrir un espacio político que ocuparían rápidamente dos formaciones fundamentales en las cuatro décadas posteriores: Acción Democrática (AD) y COPEI. Mediante el Pacto de Punto Fijo, firmado varios meses después de la huida de Pérez Jiménez, ambos partidos acordaron supeditar el juego político al orden constitucional y a unas garantías democráticas mínimas, así como dotar al país de una gobernabilidad estable. No obstante, el acuerdo, que en un principio suponía una tabla de salvación a largo plazo para Venezuela, acabó siendo uno de sus peores vicios.
En este baile, los presidentes de AD eran sustituidos por otros de COPEI y viceversa. Este aparente juego democrático no escondía otra cosa sino un turnismo que hacía el sistema cada vez más endogámico. Los cambios presidenciales rozaban lo cosmético: la estructura política era siempre la misma y había ido asentándose con el balancín bipartidista. En buena medida, la aparentemente correcta marcha del país había eliminado disensiones y malestares. Salvo en los primeros años tras el Punto Fijo, en los que sí se produjeron varias intentonas golpistas, no hubo incidentes serios hasta el Caracazo de 1989. El petróleo actuaba como bálsamo, llenando a raudales las arcas del país, especialmente después de la nacionalización del crudo mediante la creación de Petróleos de Venezuela en 1976 —aunque antes de esa fecha el Estado ya conseguía importantes regalías de su explotación—. Esos años, los de la llamada “Venezuela saudita” de Carlos Andrés Pérez, fueron crecimiento, inversiones y proyectos para el país, pero también una época de corrupción desmedida, despilfarro e ineficacia gubernamental.
Los cimientos de esta Venezuela tenían la misma solidez que el petróleo sobre el que se asentaba. Era cuestión de tiempo que aquel modelo llegase a su fin, un momento que tuvo lugar, como para la práctica totalidad de países latinoamericanos, con los ochenta y su “Década perdida”. Los compases iniciales, marcados por retrocesos económicos, fugas de capitales y devaluaciones de la moneda, dieron paso rápidamente a fuertes recortes en el sector público. La petrofiesta venezolana llegó a su fin de manera abrupta, con privatizaciones de empresas, el fin de numerosas subvenciones y el colapso general de un sistema que se había ahogado en sí mismo. El legado de Carlos Andrés Pérez tuvo que ser gestionado por el copeyano Luis Herrera Campins y el adeco Jaime Lusinchi, a quienes solo les quedó el amargo trago de ver cómo los lentos avances económicos y sociales conseguidos en Venezuela durante décadas se desvanecían casi de la noche a la mañana.
Con todo, lo peor no había llegado todavía. Para las elecciones de 1988, Carlos Andrés Pérez se volvió a presentar por AD con una campaña basada en el recuerdo de su primer mandato (1974-1979), la época dorada de la Venezuela petrolera. La remisión a un pasado mejor se trata de un eficiente recurso en comunicación política, pero el país que quería gobernar —de nuevo— no era ni mucho menos el que dejó a finales de los setenta. Aun con el petróleo por los suelos, el valor del bolívar desplomado y una deuda externa nunca vista, el expresidente logró la mayoría absoluta en diciembre de 1988. Sin embargo, poco duraron los buenos recuerdos y pronto afloró la dura realidad.
Tras un mes escaso en el cargo, Carlos Andrés Pérez anunció una batería de medidas que suponían un vuelco sin precedentes a la política económica —y, en general, también a la propia política—. Este cambio de rumbo, anunciado en las primeras semanas de 1989, liberalizaba numerosos sectores económicos del país y los precios de bienes y servicios hasta entonces subvencionados por el Gobierno, incluidos aumentos del 100% en el precio de la gasolina —tradicionalmente irrisorio en el país—. Como balón de oxígeno, el presidente se acogió a la financiación del Fondo Monetario Internacional (FMI) y a sus recomendaciones —lo que ese mismo año se comenzaría a conocer como Consenso de Washington—, pero más que aliviar la situación la empeoró al percibirse como el quiebre definitivo en un país que pocos años atrás había conocido el maná petrolero.
Este escenario era quizás la gota necesaria para colmar el vaso venezolano. La corrupción practicada por adecos y copeyanos era ya un asunto abiertamente conocido; la delincuencia, especialmente en las grandes ciudades como Caracas, estaba disparada como consecuencia del amontonamiento de infraviviendas en las laderas de los valles circundantes de la capital, enormes barrios cuyas condiciones de vida habían empeorado aún más por la crisis, y el deterioro general del país había sido lo suficientemente elevado como para ahora tener que afrontar semejantes recortes. En definitiva, el país estaba listo para vivir el Caracazo.
Ataúdes, cámaras y boinas rojas
A finales de aquel convulso febrero de 1989, las protestas y los disturbios estallaron por todo el país contra los recortes que pretendía implementar Carlos Andrés Pérez. Los primeros compases ya fueron violentos, con numerosos saqueos a los que las policías locales no pudieron hacer frente —en parte por la enorme descentralización policial en Venezuela—. Ante esto, tratando de evitar unos disturbios totalmente incontrolables, el Gobierno aprobó el uso de las Fuerzas Armadas para contener aquella situación y dio luz verde al plan Ávila, que suponía la militarización de Caracas. Aunque en una semana la violencia había revertido, se pagó un precio muy elevado, con cientos y probablemente miles de muertos. Políticamente, la presidencia de Pérez estaba acabada a los tres meses de ganar las elecciones; a pesar de ello, todavía sobreviviría en el cargo cuatro años más para ser protagonista de los sucesos que marcarían el país para los años siguientes.
Con el evidente malestar popular hacia Carlos Andrés Pérez, el ruido de sables, inaudible durante la mayoría de años emanados del Punto Fijo, volvió a sonar en el país. Tras el Caracazo, las reformas propuestas por el presidente habían sido aprobadas, y si bien la guerra del Golfo de 1991 había permitido cierto respiro a las arcas venezolanas gracias a un aumento del precio del crudo, la situación económica general era sustancialmente peor que antes de los recortes. En el estamento militar, como no podía ser de otra forma, existían distintas opiniones respecto al escenario que atravesaba el país y su gravedad. Una de ellas, abiertamente crítica con el Gobierno de Pérez y con la situación del país en general, reunía algunos nombres que muy pronto serían conocidos en toda Venezuela. El Movimiento Bolivariano Revolucionario 200 había sido fundado por un joven teniente llamado Hugo Rafael Chávez Frías en 1982 en la entonces estrategia de la izquierda comunista venezolana de infiltrar progresivamente miembros en el estamento militar para, a largo plazo, poder tomar el poder por esa vía —dado que la guerrilla, siguiendo la estrategia cubana, había sido un fracaso—.
Con este escenario llegamos a febrero de 1992. En la noche del tres al cuatro, más de 2.300 militares de varias unidades de paracaidistas y blindados en distintas ciudades del país, especialmente Maracay, Aragua, Valencia y Caracas, se sublevan contra el Gobierno. La mayor agrupación, liderada por Hugo Chávez, avanza rápidamente desde Maracay hacia la capital con la intención de asaltar el Palacio de Miraflores y detener —las informaciones que indican que también estaba fijada su eliminación son contradictorias— al presidente Pérez, que ese día había regresado al país del Foro de Davos. Sin embargo, en una mezcla entre dificultades operacionales de los golpistas y pericia de la seguridad presidencial, Carlos Andrés Pérez consigue escabullirse de Miraflores y llegar a los estudios de Venevisión, desde donde retransmite un mensaje televisado a la nación en el que apela al resto de guarniciones militares para que respeten el orden constitucional. En ese momento, el golpe está condenado al fracaso.
Eso no quita para que Chávez consiga importantes réditos de la asonada. Horas después de lanzarse el asalto al palacio presidencial y con los objetivos golpistas totalmente perdidos, el riesgo de que se produzca un baño de sangre al tratar de reducir a los insurrectos es altísimo. Fernando Ochoa Antich, ministro de Defensa en aquel entonces, consigue la autorización del presidente Pérez para que Chávez hable ante las cámaras para solicitar la rendición de los sublevados en otros puntos del país. Solo hay una condición presidencial: que el mensaje sea grabado. Por las prisas de la situación, aquel requisito era inviable, así que Ochoa Antich accede a que la retransmisión sea en directo. Años después reconocería aquel “error” como propio, especialmente vistas las consecuencias que aquella decisión tuvo para el devenir venezolano. En ese comunicado de cerca de un minuto, al entonces teniente coronel Chávez le sobra tiempo para, además de solicitar la rendición de sus compañeros, hacer una afirmación tan lapidaria como profética: “Lamentablemente, por ahora, los objetivos que nos planteamos no fueron logrados”. De manera instantánea, se convirtió en un héroe para millones de venezolanos sumidos en la pobreza: un nuevo caudillo, el salvador definitivo de la patria que la limpiaría de corrupción y la relanzaría al progreso.
La rendición de Hugo Chávez el 4 de febrero de 1992. Al ser retransmitida en directo, facilitaría el aumento de su popularidad.
Nada de eso ocurrió. Por ahora. Chávez, así como el resto de líderes del golpe, fueron a parar a la cárcel. A pesar de ello, su figura continuó siendo tremendamente popular e incluso creó cierta imagen de mártir. Su visión —el sustrato ideológico de la revolución bolivariana estaba más que asentado ya en él— suscita interés, e incluso llega a conceder entrevistas —una para televisión, aunque no emitida, y para el periódico El Nacional—, en las que, además de continuar criticando el giro neoliberal que vive Venezuela, se dedica a desgranar su ideario y propuestas para mejorar el país. Bastantes años antes de ganar las elecciones, Chávez ya estaba haciendo campaña.
También vería desde su celda en Yare buena parte de la caída —democrática— de Carlos Andrés Pérez. El bipartidismo turnista de COPEI y AD no se sostenía tras los largos ochenta, el Caracazo y el doble conato de golpe de Estado de 1992 —al de Chávez de febrero le siguió otro en noviembre, también fallido—. La deslegitimación en su gestión, unida a la desatada corrupción asentada en el sistema, le había carcomido por completo. El presidente no era ajeno a este entramado y acabó siendo su propia víctima: en marzo de 1993 el fiscal general de la república le acusó de malversación y la Corte Suprema de Justicia admitió la denuncia. Para el mes de agosto, el Congreso venezolano votaba su destitución, la única de la Historia reciente de Venezuela, y en mayo de 1994, menos de dos meses después de que Chávez abandonase la prisión amnistiado, entraba Pérez. Era el principio del fin del ciclo del Punto Fijo; se alumbraba, sin saberlo, la era del chavismo.
Un sistema muere para que otro nazca
Paradójicamente, quien pusiese punto final a esta etapa de la democracia venezolana sería Rafael Caldera, uno de los padres de Punto Fijo 36 años atrás. A pesar de haber fundado COPEI, Caldera no se presentó por él a las elecciones de 1993, sino por una coalición de izquierdas llamada Convergencia. El declive del país y de sus principales partidos era tal que solo quedaba la opción de agrupar en una nueva formación muleta los elementos que no habían estado en el juego bipartidista. No funcionó. Quizá pensó, como su antecesor Pérez, que un pasado mejor —Caldera fue presidente de 1969 a 1974— serviría en el futuro. Sin embargo, Venezuela estaba ya hipotecada. Pese a ganar los comicios por delante de AD y de su expartido, Convergencia cayó rápidamente en el mismo saco que ellos.
Caldera prometió durante la campaña, entre otras cosas, alejarse de la influencia del FMI y no recurrir a la institución para aliviar la situación de las arcas del país. Sin embargo, una importante crisis financiera en el sector bancario —que de manera irremediable se contagió al resto de la economía— llevó al nuevo presidente a acudir al Fondo para capear el temporal. A pesar de contar con socios de izquierda —como Teodoro Petkoff en la cartera de Planificación Económica— en Convergencia, aquel Gobierno fue la viva imagen del continuismo en Venezuela: las mismas políticas, los mismos resultados. Mientras tanto, la pobreza y la delincuencia seguían aumentando.
Para ampliar: “En el umbral de un gran cambio”, Arturo Uslar Pietri en Le Monde Diplomatique, 2016
En 1998 todo aquello tocó a su fin, o, al menos, a un cambio de protagonista. Desde que saliese de la cárcel, Chávez ya pensaba en el Palacio de Miraflores. Dedicó aquel tiempo a recorrer medio país haciendo campaña con su recién fundado Movimiento V República, explicando su particular visión de la “revolución bolivariana” y los planes que tenía para Venezuela: una reconversión total del sistema político y económico que desterrase los vicios que habían aquejado al país desde hacía décadas. Sus proyectos de justicia social encandilaban a las clases más bajas y empobrecidas, millones de personas que sistemáticamente habían quedado fuera de la atención de los políticos y del Estado; la retórica nacionalista, antimperialista y contra el neoliberalismo entroncaba con otra de las heridas en la sociedad venezolana, la injerencia del FMI, y el discurso de gobernar para el pueblo y por el pueblo —populismo de manual, politológicamente hablando—, para los olvidados, los desfavorecidos, los perdedores y aquella inmensa mayoría de ciudadanos que no había participado del saqueo del país, era un auténtico cohete para su popularidad, a lo que se le sumaba una más que brillante oratoria. Sus discursos, ágiles, encendidos y cargados de un misticismo a caballo entre Bolívar y el cristianismo, dotaban a su programa de una potencia todavía mayor. Chávez se veía a sí mismo como un salvador de la patria, y en aquel 1998 cada vez más ciudadanos veían en aquella figura tocada con boina roja a su líder.
A pesar del apoyo de las dos formaciones tradicionales, AD y COPEI, a una nueva candidatura llamada Proyecto Venezuela, no pudieron parar electoralmente a Chávez. La participación del 63,45% en aquellos comicios de diciembre de 1998, una cifra anormalmente baja para los registros de presidenciales —solía sobrepasar el 85% e incluso el 90%—, probablemente apuntaló la victoria del líder bolivariano, que con más de 3,6 millones de votos —56,20% del total— se convertía en el nuevo presidente de Venezuela. Comenzaban quince años de gobierno de Hugo Rafael Chávez Frías, quince años en los que muchas cosas cambiarían en el país, para bien y para mal.